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La amargura de la vieja escuela contra la impaciencia de la nueva...

El término “vieja escuela” no sólo describe un estilo, sino una forma de vivir y de sobrevivir. A muchos de quienes hoy cargan con ese mote, a veces con orgullo, a veces con cansancio, les tocó aprender entre sombras: cuando tatuar no era moda, era riesgo, cuando no existía YouTube, sino el ensayo y el error, cuando una aguja no se pedía por internet, sino que se fabricaba con paciencia, con miedo, con ganas, y sí, muchas veces con frustración.


Por eso se dice que la vieja escuela es amarga. No porque esté enojada con el mundo, sino porque lo ha probado entero, porque ha sentido en carne propia el rechazo, la desconfianza, y la falta de herramientas, porque aprendió viendo, fallando y repitiendo. Porque muchos de ellos tatuaban sin luz, sin guía, sin permiso, con las uñas y con el corazón.


Pero esa amargura no es un defecto... Es memoria, es experiencia, ese sabor que deja hacer las cosas sin atajos.

En contraste, la nueva escuela, ese batallón de mentes veloces y dedos ágiles, creció con acceso inmediato a todo. Referencias infinitas, máquinas listas, tintas listas, pieles listas... Y no está mal, no es su culpa, es el resultado de la evolución natural de las cosas, es la tecnología al servicio del talento. Pero justo por eso, a veces, se pierde la pausa, la reverencia, el camino largo. No porque no se respete, sino porque no se conoce.


Entonces vienen los choques: el maestro que exige silencio mientras el aprendiz graba reels, el veterano que habla de ética mientras el nuevo piensa en engagement, la vieja escuela, cansada de explicar lo obvio, la nueva, desesperada por hacer historia rápido.

Pero en el fondo, todo esto va más allá de etiquetas. Porque ser tatuador de verdad, de los que tienen hambre y no sólo gusto, no tiene que ver con la edad ni con la escuela, tiene que ver con el fuego, con la intención, con la comprensión del lugar que ocupas: de dónde vienes, qué cargas y hacia dónde vas.


Y si algo podemos aprender unos de otros, es que el futuro no se construye negando el pasado, ni el pasado se honra estancándose.

Así que antes de llamar amargado al viejo o impaciente al nuevo, vale la pena preguntarse: ¿qué hay detrás de esa actitud? ¿Qué historia? ¿Qué herida? ¿Qué deseo?

Al final, tatuar es eso: marcar. Y todo el que ha dejado huella, sabe lo que duele.


 
 
 

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